EL JUEGO DE MARLEN.

M
arlen, de 38 años, cerró la puerta de su habitación con un suspiro cargado de anticipación. La penumbra del atardecer se filtraba por las cortinas, bañando el espacio en un resplandor cálido que acariciaba su piel como una promesa. Su cuerpo, esculpido por años de cuidado y deseo, vibraba con la expectativa de lo que estaba por venir. Esta noche, como tantas otras, sería suya, un ritual privado de autoexploración y entrega al placer del selfbondage, un juego donde ella era dueña y esclava de sus propios deseos.

Sobre la cama, cuidadosamente dispuestos, descansaban los elementos de su fantasía: un par de esposas metálicas relucientes, frías al tacto; una ballgag negra, brillante, con correas de cuero que prometían silenciar sus gemidos; un antifaz de satén oscuro, suave como un susurro; una capucha de látex que se ajustaría como una segunda piel; y un zentai de látex negro, reluciente, que abrazaría cada curva de su cuerpo, amplificando cada sensación. A sus pies, unas zapatillas de tacón alto, negras y puntiagudas, completaban el conjunto, un toque de elegancia que contrastaba con la intensidad de lo que estaba por hacer.

Marlen se deslizó fuera de su ropa con una lentitud deliberada, dejando que la tela cayera al suelo como si despojarse de ella fuera un acto de liberación. Su piel desnuda se erizó bajo el aire fresco de la habitación. Tomó el zentai de látex y lo desplegó, admirando cómo la luz jugaba con su superficie brillante. Se sentó en el borde de la cama y deslizó una pierna dentro del traje, sintiendo el látex estirarse y adherirse a su piel como una caricia posesiva. 

El material era frío al principio, pero pronto se calentó con el calor de su cuerpo, envolviéndola en una sensación de constricción deliciosa. Subió el traje por sus caderas, ajustándolo a su cintura, y luego metió los brazos, dejando que el látex se cerrara sobre sus hombros. Cuando finalmente cerró la cremallera en la espalda, el zentai la abrazó por completo, un capullo negro que resaltaba cada curva, cada contorno, transformándola en una figura sensual y anónima.

Sus manos temblaban ligeramente de excitación mientras tomaba la capucha de látex. La deslizó sobre su cabeza, ajustándola con cuidado para que los orificios permitieran respirar y ver, aunque apenas. El látex se pegó a su rostro, amplificando el sonido de su propia respiración, que ya comenzaba a acelerarse. El mundo exterior se desvaneció, reducido a la sensación del látex contra su piel y al latido de su corazón.

Marlen se puso las zapatillas de tacón, el sonido de los tacones contra el suelo resonando en la habitación como un eco de su propio poder. Luego, tomó el antifaz y lo colocó sobre sus ojos, sumiéndola en una oscuridad absoluta que intensificó cada sensación. El roce del látex, el peso de las zapatillas, el aire que apenas llegaba a sus pulmones a través de la capucha: todo conspiraba para llevarla al borde de la euforia.

Con manos expertas, tomó la ballgag negra. La sostuvo un momento, acariciando la esfera de silicona con los dedos, imaginando cómo llenaría su boca, cómo la obligaría a rendirse al silencio. Se la colocó, ajustando las correas detrás de su cabeza, y un gemido ahogado escapó de sus labios cuando la mordió. El sabor del material, la presión en su mandíbula, la sensación de vulnerabilidad: todo era perfecto.

Finalmente, llegó el momento de las esposas. Marlen había practicado este ritual muchas veces, asegurándose de que todo estuviera calculado. Las esposas tenían un mecanismo de liberación que ella podía activar, pero no sin esfuerzo, lo que añadía una capa de peligro que la excitaba aún más. Se sentó en la cama, cruzó las muñecas a la espalda y, con un clic metálico, cerró las esposas. El sonido fue como un disparo en la quietud de la habitación, un recordatorio de su entrega total.

Encadenada, enmascarada, silenciada, envuelta en látex, Marlen se recostó en la cama, dejando que las sensaciones la consumieran. El látex se adhería a su piel con cada movimiento, amplificando el calor que crecía en su interior. Su respiración era pesada, entrecortada, atrapada por la capucha y la ballgag. Cada intento de moverse enviaba oleadas de placer a través de su cuerpo, la constricción del zentai y las esposas convirtiendo cada pequeño roce en una explosión de sensaciones. Estaba atrapada en su propio mundo, un universo de deseo donde solo existía ella y su placer.

El tiempo se desvaneció. Podrían haber pasado minutos u horas cuando un sonido extraño la sacó de su trance: el crujido de una tabla en el suelo. Su corazón dio un vuelco, pero el antifaz y la capucha la mantenían ciega, atrapada en su vulnerabilidad. Intentó moverse, pero las esposas la mantuvieron firme. Antes de que pudiera procesarlo, unas manos fuertes la sujetaron por los brazos, levantándola de la cama con una facilidad que la hizo jadear contra la ballgag.

—Shh, no te resistas —dijo una voz desconocida, profunda y autoritaria, mientras la envolvían en una manta y la sacaban de la habitación. El pánico y la excitación se mezclaron en su mente, una danza peligrosa que la dejó mareada. No podía ver, no podía hablar, solo sentir el movimiento, el roce del látex contra su piel, el peso de las esposas que aún la ataban.

El trayecto fue un borrón de sensaciones: el vaivén de un vehículo, el murmullo de voces, el aire frío que se colaba bajo la manta. Finalmente, el movimiento cesó, y la llevaron a un lugar que olía a desinfectante y tela vieja. Cuando le quitaron la manta, aún con el antifaz, escuchó el clic de una puerta cerrándose. Estaba en una cama desconocida, el colchón chirriando bajo su peso. Una mano retiró el antifaz, y a través de los pequeños orificios de la capucha, Marlen vislumbró una habitación de motel barata, con paredes descoloridas y una lámpara parpadeante. Un letrero en la ventana confirmaba su ubicación: Motel Liberty, en la calle 8 de Julio, cerca de la clínica 46 del IMSS.

—Bienvenida, Marlen —dijo la voz, ahora más cercana, cargada de una promesa oscura que hizo que su cuerpo temblara, atrapado entre el miedo y un deseo incontrolable. Las esposas seguían en su lugar, el látex seguía abrazándola, y la ballgag seguía silenciando sus palabras. Pero en ese momento, en ese motel desconocido, Marlen supo que su juego había tomado un giro que nunca había imaginado, y una parte de ella, la más profunda y secreta, no quería que terminara.

Escrito por ...
Mistress Carly

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