Relato: El Baúl de la Sumisión.

El reloj marcaba las siete de la tarde cuando Susy A, terminó de ajustar su uniforme de mucama. El vestido negro, corto y ceñido, dejaba poco a la imaginación, con un delantal blanco que apenas cubría el encaje de sus medias hasta el muslo. Los tacones altos resonaban en el suelo de madera de su pequeño apartamento mientras se miraba en el espejo, asegurándose de que cada detalle estuviera perfecto: el cuello almidonado, las mangas con volantes, el lazo negro que coronaba su cabello castaño. No era un trabajo real, por supuesto; era un juego, una fantasía que había acordado con alguien cuya identidad aún desconocía por completo. Todo había comenzado con mensajes anónimos, promesas de sumisión y placer envueltas en misterio.

Un golpe seco en la puerta la hizo sobresaltarse. Al abrir, no había nadie, solo un paquete envuelto en papel negro sobre el felpudo. Dentro encontró una nota: “Ponte esto y espera. No hagas preguntas”. Junto a la nota, un corsé de látex negro brillante y un par de guantes largos a juego. Susy obedeció, su corazón latiendo con fuerza mientras deslizaba el corsé sobre el uniforme. El material se ajustó como una segunda piel, apretando su cintura hasta que apenas podía respirar profundamente. Los guantes subían hasta sus codos, crujiendo con cada movimiento.

No tuvo que esperar mucho. Apenas había terminado de abrochar el último cierre cuando la puerta se abrió de golpe. Una figura enmascarada entró: alta, vestida con una chaqueta de cuero y una máscara de piel negra que cubría todo su rostro salvo los ojos. Susy dio un paso atrás por instinto, pero la figura la atrapó por la muñeca con una mano enguantada.

“No te resistas, mucama,” dijo una voz grave y distorsionada tras la máscara. “Tu noche acaba de empezar.”

Antes de que pudiera reaccionar, le colocaron una mordaza de bola en la boca. Era grande, de látex rojo, y llenaba sus labios hasta el punto de hacerla gemir. Las correas se ajustaron detrás de su cabeza, silenciándola mientras un hilo de saliva comenzaba a escaparse por la comisura. La figura la empujó contra la pared, levantándole el vestido para exponer el encaje de sus medias y la ropa interior que apenas las cubría. “Mírate,” susurró, su aliento cálido rozando su oído a través de la máscara. “Tan bonita, tan inútil. Solo sirves para esto.”

La humillación sexual comenzó con manos firmes que recorrían su cuerpo, pellizcando y apretando a través del látex y el uniforme. Le arrancaron el delantal con un movimiento brusco, dejándolo caer al suelo como un símbolo de su degradación. Luego, la figura sacó un plug de silicona negra, lubricado y brillante, y lo deslizó bajo su ropa interior con una lentitud deliberada. Susy se tensó, un gemido ahogado escapando de la mordaza mientras el objeto encontraba su lugar. 

“Buena chica,” dijo su captor, dándole una palmada en el trasero que resonó en la habitación.

El siguiente paso fue más intenso. La figura la obligó a arrodillarse y sacó un rollo de cinta de látex líquido. Comenzó a envolverla, empezando por los tobillos y subiendo por sus piernas. El material se adhería al uniforme y al corsé, fusionándolos en una sola capa brillante que inmovilizaba cada centímetro. Sus brazos fueron cruzados detrás de su espalda y envueltos con más cinta, hasta que quedó como una estatua de látex, incapaz de moverse. La sensación era asfixiante y excitante a la vez: el látex se calentaba con su piel, atrapando el calor y amplificando cada roce.

Entonces vino la máscara. Era de piel, pesada, con cremalleras en los ojos y la boca. La figura la colocó sobre su rostro, ajustándola hasta que Susy quedó ciega y sorda, atrapada en un mundo de oscuridad y silencio roto solo por su propia respiración entrecortada. La mordaza seguía en su lugar bajo la máscara, y el plug le recordaba su vulnerabilidad con cada pequeño movimiento.

“Es hora de guardarte,” dijo la voz, ahora apenas audible a través de la máscara. Susy sintió cómo la levantaban y la llevaban a otra habitación. Oyó el crujido de bisagras y, de pronto, su cuerpo fue depositado en un espacio estrecho y acolchado. Era un baúl, lo supo por el sonido del cierre y la sensación de las paredes cerrándose a su alrededor. La momificación en látex la mantenía rígida, y el baúl la encerraba como un sarcófago. El aire era escaso, filtrándose por pequeños orificios que apenas le permitían respirar.

Dentro del baúl, el tiempo se volvió irrelevante. La humillación, el látex, el corsé, la máscara y el plug se fundieron en una experiencia abrumadora. No podía moverse, no podía gritar, no podía escapar. Estaba a merced de su captor, y esa idea la consumía tanto como la excitaba. 

Afuera, la figura observaba el baúl en silencio, satisfecha con su obra. Había prometido liberarla al amanecer, pero hasta entonces, Susy A, la mucama sumisa, pertenecería al oscuro placer del encierro.

Mistress Carly.

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